Listo. Conseguí la fulana Citotec (no se como se escribe) tampoco importa. ”Si señor, tengo gastritis.”, le dije al farmaceuta ante sus preguntas capciosas. Récipe mata todo, él sabía el uso de la pastilla. Comenzamos. Ella era la valiente, yo el cobarde que la asistía. Pero éramos dos: una pastilla cada tanto, vía oral. Desesperada introduce una vía vaginal. Ella angustiada, yo paralizado. Ella actuaba y yo contemplaba.
No teníamos información segura en la maraña 2.0, o al menos la desesperación nos hacía verlo así. No estaba en las calles el anuncio que dice “aborto seguro”. No había una amiga libre de prejuicios morales que nos prestara su casa; y la tía que te daba rial para ir a conciertos o comprar condones, tampoco estaba. En mi cuenta no estaban los 5 mil bolos fuertes para pagar un médico en el centro comercial en Valle (médico que, por cierto, se graduó en una universidad pública, convencido que las interrupciones de embarazo es un buen negocio mientras sea un castigo público). No había nada, solo la temerosa decisión de hacerlo.
No nos cuidamos. Pero no es menos cierto que las pastillas son caras, los condones igual. Este es el momento que sale alguien y dice: “si usted va a un centro de salud y le dan tus buenas pastillas y tus buenos condones” – en tono de mamá regañona-. Probablemente, pero hay un “no se qué” que nos aleja de la terrible experiencia de ver esa mueca moralista de la enfermera que generalmente te dice: “no hay”.
Era una decisión de dos, pero más de ella que mía. “No tenemos, joven” era la respuesta mas frecuente. Farmacia tras farmacia y un silencio incómodo tras cada “no hay”. Mi compañera en ese momento más angustiada que yo. El zapping es el peor amigo en aquellos momentos, cada grito publicitario recordaba la unión inoportuna de un espermatozoide y un óvulo. Y decidimos que no podíamos seguir pasando por ese momento. Había que interrumpir ese proceso.
Comenzó a sangrar. La veía débil, no quería seguir en mi casa para que nadie sospechara o se dieran cuenta. Salimos de la incomodidad que genera hacer las cosas a escondidas. “Quiero ir al baño” -me dice, con expresión de dolor en su rostro- y fue allí en el Centro Comercial el Recreo donde quedaron los restos, pero la incomodidad aún seguía.
“Llévame a un hospital”. La notaba muy pálida, con sudoración. Ganas de llorar no me faltaban, pero mostrar debilidad ante un acto de fortaleza por parte de ella no era lo más conveniente. Al Clínico nos fuimos sin pensarlo mucho. 7 pm y una emergencia repleta de todos aquellos casos “ilegales” pero blindados por la autonomía universitaria. (Para algo debe servir esa fulana autonomía).
“Tiene mucho dolor de vientre y está sangrando”-le digo al vigilante. “Mmju” –respondió- amuñuñó la boca, arrugó la ceja y murmuró: “Ese cuento ya me lo se. Sólo ella puede pasar, esa es un área de mujeres. Usted espere acá afuera”. Una hora, dos horas, tres horas, cuatro horas. Estoy seguro que ella ni fuerzas para enviar un mensaje tenía. La desesperación aumentaba en tanto pasaban las horas y no recibía respuesta. “Me van hacer un curetaje” –me dijo. Semejante nombre sólo podía causar más miedo y más angustia. El vigilante insistía en negarme el paso, hasta que le di los últimos 50 bolos que tenía.
“Ella está en observación, se indujo un aborto. No la puedes ver. Ven mañana” -dijo el médico de guardia. 8 am, el mismo vigilante con un saludo de caballo (ese saludo que implica un movimiento de cabeza) me deja entrar. En el rincón de la sala de maternidad desnuda en una camilla metálica sin tender estaba ella. Rodeada de todas aquellas miradas acusadoras algunas que decidieron ser madres y otras que seguramente en algún momento interrumpieron un embarazo no deseado. “Me quiero ir” –me dijo, aún con efectos de la anestesia. El médico de turno condenó la salida y nos hizo firmar un acta de responsabilidad: pulgar izquierdo, pulgar derecho, de ella, y míos. “Cómplice de un aborto inducido”- así escribió en el acta. Cerró la sentencia con un sello institucional de hora y fecha y aquel sonido peculiar que produce el choque del sello con el escritorio.
Criminalizado por decidir no ser padre, al menos en ese momento. Criminalizada ella por decidir no ser madre y por decidir sobre su cuerpo. Criminalizado moralmente porque la acompañaba a comprar las “pastillas de la decisión” y por no querer reforzar esa actitud masculina que en las relaciones de pareja nos da “poder”, en las prácticas sexuales, y nos separa a los hombres de la esfera de la reproducción como esfera netamente femenina. Y es que la reproducción va más allá de la capacidad biológica de “concebir”, atraviesa por decisiones en la esfera de las prácticas sexuales: “campo de acción” donde se evidencia pugnas de poder entre géneros, y me refiero a la poca o inexistente negociación en el uso de los métodos de protección, anticoncepción, que en última instancia vulnera la salud de las mujeres, y nunca la nuestra. Es decir, los varones, si participamos, incidimos en decisiones reproductivas, muchas veces poniendo pautas y controlando las condiciones del encuentro sexual. Aunque nos cuesta reconocerlo: no nos gusta usar condón, avalamos el “coitus” y aplaudimos que las pastillas la “deben” tomar ellas. Aunque nos cueste reconocerlo el aborto, la interrupción del embarazo si nos inmiscuye.
No quise asumir en aquel momento el rol asignado de “proveedor”, que nos obliga a ser “quien lleve la papa a casa” a como de lugar. Por eso, si decidir que no exista una boca más que alimentar, una mano de obra mas para el capital –bien sea de Estado o privado–, un organismo menos contaminado con alimentos genéticamente modificados, formulas lácteas, menos pañales desechables –no biodegradables–, me hace criminal. Entonces soy un criminal.
Ver Revista Plomohttp://issuu.com/revistaplomo/docs/plomo3_hambredispareja/19
ASI ES, NO ES CIENCIA-FICCIÓN SINO UNA REALIDAD!! EN ESTA SOCIEDAD HIPÓCRITA ABORTIVA HAY QUE TENER BUENOS OVARIOS Y TESTICULOS PARA ASUMIR LA MATERNIDAD Y PATERNIDAD, PERO MAS AUN PARA DECIDIR NO HACERLO!! SOY CRIMINAL!! Y QUE??
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