De
cuando se mató el puto 2014 y se redimió el
futuro del macho
Por:
Miguel Gámez
Colectivo
Diversidad UBV Bolívar
Dedicado con mucho amor y respeto a
Migdely y Salvador, en memoria de Gini.
Hoy,
primero de enero de 2114, cuando cumplo 40 años recuerdo, no con
agrado, la primera y única vez que vi llorar a mi abuelo Salvador.
Verlo llorar hace unas cuantas décadas, cuando cumplió sus 70 años
y yo apenas tenía 10 añitos, me impactó tanto que estoy totalmente
convencida que ese gesto, tan humano y sensible, marcó el resto de
mis días. No sé por qué lo recuerdo hoy, tal vez por una noticia
que leí acerca del centenario de lo que llamaron los historiadores
“el retroceso venezolano”, la decadencia de las instituciones del
Estado revolucionario de aquellos años y el inicio del abandono
masivo de este país. Deseo contar lo que sucedió ese día con mi
abuelo, una historia que le pesaba, seguramente, una tonelada de
años, desde que tan solo era un bebé.
Mi
abuelo Salvador era hijo de Gini y Migdely, quienes con apellidos de
artistas cinéticos y patriotas libertarios, decidieron formar un
familia distinta para aquellos tiempos retrógrados, cuando no se
reconocían en el mundo todos los tipos de familia. Nuestras
sociedades de hoy día, afortunadamente, han cambiado y evolucionado
su visión del amor y las familias, aunque solo quedan como vestigios
de un pasado inhumano y bochornoso los casos de New Americania,
el país-industria africano creado en 2055 luego de las
“Guerras del Coltán”, y Venezuela, que jamás aprobó la
igualdad de derechos para toda su población. Son actualmente los dos
únicos países donde está prohibido el amor igualitario.
Mi
abuelo me decía que siempre fue feliz, que su vida estuvo llena de
satisfacciones y mucha alegría, y no lo dudo, porque él sí que
sabía aprovechar las oportunidades y de lo malo, por lo menos,
siempre hacía un chiste. Sus únicos pesares fueron el de perder a
su madre cuando solo tenía meses de nacido, y aunque está orgulloso
de ser argentino, y entendiendo que pudo haber tenido cualquier otra
nacionalidad, también lamentaba el no poder pisar jamás la
Venezuela de sus madres. Siempre decía con su acento porteño y algo
universal, que su corazón tenía forma de arepa y latía como
entonando el “cambur pintón” de un cuatro llanero. Nunca vio las
playas del Caribe Venezolano, nunca subió al pico Bolívar ni al
Roraima, ni se bañó en el Orinoco ni contempló Canaima ni el
Kerepakupai Vená, pero nos contaba historias mágicas de esos
lugares a mi padre y a mí, como si hubiese estado allí, con lujo
de detalles que mi bisabuela Migdy, ya muy viejita, alguna vez
completaba nostálgica con su aliento centenario y mirada sabia. Ella
también fue muy feliz toda su vida, aunque compartiera con mi abuelo
ese instante trágico y nunca compensado, como a mi bisabuela Gini,
la luchadora y arrecha, le hubiese gustado.
Ese
día, entre lágrimas repetía que si tan solo le hubiesen permitido
ser venezolano con todas las de la ley, tal vez todo lo que pasó
después, tanto en su vida personal como en ese país, se hubiese
evitado. También decía contradictoriamente que el “hubiese”,
el pretérito del verbo haber, no existe, sin embargo reiteraba que
las cosas sin duda hubiesen sido distintas.
Mi
abuelo, que se creía realmente un salvador, tenía claro que de
haberse permitido su reconocimiento como hijo biológico de sus dos
madres, no hubiese comenzado desde el 2015 el éxodo masivo de
venezolanos y venezolanas al rededor del mundo, el cual estimaban en
ese momento eran solo entre 4 mil o 6 mil familias homoparentales,
pero que sinceramente eran muchas más. Aunque muchos ponían como
excusas para salir del país la crisis económica de esos años, la
violencia ciudadana y los desacuerdos con las políticas del Estado
Bolivariano ya en decadencia, otra era la realidad. En el fondo, la
verdadera razón para que hayan emigrado más de un terció de la
población joven durante 20 años seguidos, fue en apoyo a muchos
amigos, amigas, primos, primas, hermanos, hermanas, padres, madres, a
quienes no se les permitió ser felices en su propia tierra y de
manera igualitaria, por lo que todo este potencial humano se vio
obligado a marcharse de su terruño para encontrarse a sí mismos, en
otras latitudes que miraban de manera más abierta y evolucionada
hacia lo que es hoy el mundo. Yo a mis 40 primaveras, poco ingenua,
sé muy bien que el mundo no es perfecto, pero por lo menos doy la
certeza que mi bisabuela y mi abuelo, aunque no por voluntad propia,
como exiliados, fueron muy felices en su nueva Patria del sur, pues
simplemente fueron ellos acompañados por su historia, pero
decidiendo y amando la vida con sus corazones y no quedando a la
arbitrariedad, aniquiladora de almas, de los curules oscuros.
De
Venezuela, me contó mi abuelo, que las buenas ideas e intenciones de
quienes creían en la igualdad y en una verdadera revolución en
todos los sentidos sociales y humanos, quedaron en el olvido cuando
mediante un artilugio político electoral, moralista,
heteronormativo, machista y con altos grados de religiosidad
fundamentalista, se impusieron constitucionalmente, acabando con los
sueños de vida de millones de personas. Hoy los historiadores y
politólogos señalan que muchas causas fueron las que llevaron a la
debacle nacional y el atardecer revolucionario de Venezuela, pero
coinciden que un elemento determinante fue la no garantía de los
derechos del amor para toda su población, conllevando a lo que se
conmemora hoy, cien años después, como el comienzo de la extinción
de la última gran revolución mundial del siglo XXI, además de la
muerte definitiva de los sueños de Bolívar y de Chávez, que
arrastró consigo vidas y revoluciones más pequeñas, más
cotidianas, pero infinitamente grandes, de millones de personas en
este país que no merecía este final.
Hoy
con mis 40 años he recordado esta historia de mi bisabuela Migdy,
las lágrimas de mi abuelo Salvador, a mi padre fruto del destino
incierto… Una historia de la cual me quedan muchos espacios vacíos,
incógnitas, datos que no comprendo y que hasta rechazo. Tengo muy
claro que cuando mi hija Gini cumpla 10 años sabrá la historia del
por qué somos de la Argentina, aunque con un corazón venezolano
exiliado generacionalmente, solo porque hace 100 años no se entendió
en Venezuela lo que era el amor. Parte de esta historia tristemente
ya está contada, no obstante espero con todo mi ser que no tenga
este mismo final, sino otro, aunque signifique que yo misma jamás
exista.
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